Una serie de robos históricos ha puesto en evidencia cómo incluso los tesoros más vigilados del mundo pueden ser vulnerables. El más reciente ocurrió el 19 de octubre, cuando un grupo de ladrones irrumpió a plena luz del día en el Museo del Louvre, en París, y sustrajo joyas de la realeza de valor incalculable. Sin embargo, este episodio se suma a una larga lista de atracos que, por su audacia y precisión, han pasado a la historia y revelan fallas graves en la seguridad de instituciones culturales de alto perfil.
Uno de los casos más recordados es el “robo del siglo” en México, ocurrido en la Nochebuena de 1985. Dos jóvenes, Carlos Perches y Ramón Sardina, ingresaron por los ductos de ventilación del Museo Nacional de Antropología y robaron más de 100 piezas precolombinas de las culturas maya y zapoteca, entre ellas la famosa máscara funeraria de jade del rey Pakal. El golpe desconcertó a las autoridades, que sospecharon de una red internacional, sin imaginar que los responsables eran estudiantes universitarios. Cuatro años después, parte del botín fue recuperado y se reforzaron las medidas de seguridad del museo.
Otro robo que dejó una huella imborrable fue el del Museo Isabella Stewart Gardner, en Boston, en 1990. Dos hombres disfrazados de policías engañaron a los guardias, los redujeron y, en apenas 81 minutos, se llevaron 13 obras de arte, incluyendo piezas de Rembrandt, Degas y Manet, valoradas en más de 500 millones de dólares. Más de tres décadas después, el caso sigue sin resolverse y los marcos vacíos continúan colgando en las paredes, como un símbolo del misterio que rodea el mayor robo de arte de la historia moderna.
En Europa, otro golpe cinematográfico sacudió a Alemania en 2019. Una banda de ladrones incendió un transformador eléctrico cerca del Castillo de Dresde para distraer a las autoridades y, aprovechando el apagón, irrumpió en la Bóveda Verde, uno de los tesoros reales más valiosos del continente. En menos de diez minutos, robaron 21 piezas con miles de diamantes. Aunque algunos miembros del grupo fueron condenados en 2023 y parte del botín recuperado, joyas emblemáticas como la Piedra Blanca de Sajonia siguen desaparecidas.
En contraste con estos atracos, el Tesoro de las Joyas Nacionales de Irán sobrevivió a uno de los momentos más turbulentos de su historia: la Revolución Islámica de 1979. Durante la caída del Sha y la llegada del ayatolá Jomeini, se temió que las joyas reales desaparecieran. Sin embargo, un inventario confirmó que el tesoro permaneció intacto en la bóveda del Banco Central de Irán. Entre las piezas más valiosas figuran el diamante rosa Darya-ye Nur y la corona Pahlavi, símbolos de la riqueza histórica y política del país.
El Museo del Louvre, protagonista del reciente robo, también fue escenario del hurto más famoso del arte moderno: el de La Mona Lisa en 1911. El autor, Vincenzo Peruggia, un trabajador del museo, aprovechó su conocimiento del edificio para robar la pintura sin complicaciones. La obra desapareció durante más de dos años y, paradójicamente, fue su ausencia la que la convirtió en un icono mundial. Cuando finalmente fue recuperada en Florencia, la Mona Lisa ya era la pintura más famosa del planeta.
Estos casos, separados por décadas y continentes, muestran un patrón común: el ingenio humano y las fallas en los sistemas de seguridad. Ya sea por ambición, descuido o simbolismo, los ladrones han demostrado que incluso los guardianes del patrimonio cultural no están exentos de vulnerabilidad. Los robos del Louvre, Dresde, Boston y México siguen recordando que el arte y la historia no solo deben ser preservados, sino también protegidos de quienes buscan apropiarse de ellos.






















