Por: Juan B. Ordorica (@juanordorica)
Cientos de miles de años han pasado desde que el hombre uso el fuego como herramienta por primera vez. Nuestros ancestros que se atrevieron a retar a la naturaleza y, cual Perseo paleolíticos, llevar la lumbre a las comunidades primitivas, muy seguramente fueron vistos con extrañeza y rechazo por acercar un hechizo mágico a aquellas mentes restringidas. Eventualmente, la humanidad, terminó por abrazar al fuego y la evolución como especie no se entiende de otra manera.
Sin importar la evolución, el ser humano no pudo desprenderse de aquellas cadenas del animismo primitivo y, ante cualquier avance de la ciencia, el macaco del Kalahari que sigue viviendo dentro de nosotros, es incapaz de comprender los nuevos descubrimientos y prefiere destruirles antes que comprender el conocimiento intrínseco de la ciencia. Llegamos al extremo de prohibir por cerca de mil años cualquier tipo de ciencia. La edad media se caracterizó por quemar a los científicos y convertir en brujería cualquier artefacto medianamente novedoso.
El tiempo pasó y los europeos, con algo de tecnología, llegaron a América. Los primero que sorprendió a los nativos del nuevo continente fueron los barcos, las armas y las monturas de aquellos dioses artificiales. Al final del día, la tecnología fue la que se impuso sobre los números y la conquista europea sentó sus dominios con base a la pólvora y al acero. Una vez más, el ser humano sucumbió por entregarse a las supercherías, en lugar de comprender como mejorar y adoptar esa tecnología que venía de fuera.
El siglo XX no fue diferente. Con la llegada de los primeros automóviles, el rechazo y repulsión de ciertos sectores por la adopción de los nuevos inventos motorizados retraso su desarrollo y los marginó a ser espectadores de la nueva riqueza que el mundo estaba creando. Para nuestros ancestros, los automóviles no eran más que una máquina del demonio que, junto al recién masificado cinematógrafo, sólo robaban el alma a quien usaba esos aparatos extraños. Tocó el turno a la radio y la televisión; no corrieron con mejor suerte. Al principio de sus vidas tecnológicas, estos aparatos no gozaban de mucha popularidad, pues la sociedad creía que las ondas hertzianas podían leer tus pensamientos.
En pleno tercer milenio, la nueva cruzada de nuestro simio interior es la famosa red 5G. La mayoría no tiene idea de que se trata está tecnología de telecomunicación, pero las personas se han entregado a un hate masivo en contra de este avance de la ciencia. Los mitos y rechazo a los aparatos celulares no son nuevos, al principio existía la creencia que usar estos dispositivos móviles causaban cáncer; hoy no entendemos nuestras vidas sin el celular en nuestras manos; es decir, la ciencia terminó por imponerse a la marrullería.
La red 5g no es sólo un aumento de velocidad en nuestros celulares, esta tecnología permitirá ir un paso adelante en la concepción de nuestros entornos. Permitirá la navegación automática de nuestros automóviles, tendremos ciudades con interacciones digitales más eficientes, control total sobre los aparatos en nuestras casas, consultas y operaciones médicas de forma remota alrededor del mundo, entre un sinfín más de aplicaciones que no hemos ni imaginado.
Es indudable que existe una cerrera económica y política entre países y empresas para ver quien es el primero en ofrecer de manera exitosa estos servicios. Son miles de millones de dólares los que están en juego; por supuesto que hay quien se beneficiara económicamente de una tecnología sí, pero no perdamos de vista que estos avances de la ciencia también harán de muestras vidas cotidianas. En unos 5 años, todos estaremos acostumbrados al 5g y estaremos buscando el siguiente complot mundial que robe el líquido de nuestras rodillas.
Una vez más el mundo se dividirá en dos: aquellos que aceptan la tecnología, se adaptan y la aprovechan; por otro lado, los que rechazan la tecnología por una idea mágica en sus mentes y que terminaran relegados de la nueva realidad económica de un mundo ultra digitalizado. Pueden estar en contra, si quieren, de la ley de gravedad, pero esto no evitará que se caigan de cara cuando se tropiecen.
No importa el siglo o milenio en el que el ser humano exista; parece ser que el primate atemorizado del fuego nunca podrá superar haber salido de la seguridad de los árboles y desafiar a las animas de la tierra, aire, arboles y cielos. La evolución se niega a encontrar un lugar permanente en nuestra razón, el chango sigue más vigente que nunca.